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‘PICHÍN’ MORENO, UN NOMBRE QUE DEJÓ UNA HUELLA IMBORRABLE

El martes 23 de julio se inauguró el Jardín Maternal de González Moreno, el cual lleva el nombre de Edgar ‘Pichín’ Moreno, una persona que se ganó un lugar en el corazón de todos los que tuvieron la oportunidad de conocerlo.

Docente. Amigo. Solidario. Carismático. Son solamente algunas de las palabras que describen a Edgar Moreno, fallecido el 3 de agosto de 2013.

Como profesor de educación física pasó por el Jardín de Infantes N° 903, la Escuela Primaria N° 4 y el Instituto Vicealmirante Julián Irizar de González Moreno. También se desempeñó durante muchas temporadas en la Colonia de verano y estuvo al mando del fútbol infantil de Social por 18 años, además de haber sido director técnico de la primera división en varias ocasiones.

A toda esa extensa trayectoria, hay que sumarle su dedicación a diversas disciplinas mediante el Centro de Educación Física como handball y básquet con los jóvenes de González Moreno que le valieron el reconocimiento en la región por la participación en los Juegos Bonaerenses, por ejemplo.

Por todo eso, y por los valores que transmitió mediante el deporte, fue que se eligió su nombre para denominar al Jardín Maternal de la localidad que lo vio desempeñarse y en la que dejó una huella imborrable.

Fue por eso que en la mañana del martes, además de estar presentes las autoridades municipales correspondientes y familiares, también se encontraron ex alumnos, amigos, colegas y compañeros.

Para concluir con esta reseña, optamos por citar el emotivo texto que leyó Diego Martín frente a los presentes, el cual hizo recordar da manera emocionante a ‘Pichín’.

EDGAR MORENO, ‘EL PROFE’

A pesar de que vivía en una ciudad cerca del pueblo donde crecí, había pasado mucho tiempo sin que visite Gonzalez Moreno. Éramos varios los chicos de mi generación que nos habíamos desperdigado por diferentes lugares, algunos por decisión y situaciones de nuestros padres, otros buscando un futuro distinto a su vida, un futuro fuera de los límites de esa hermosa y sana fortaleza conocida como Gonzalez Moreno, el lugar en donde todos saben quién sos y te conocen desde que naciste.

Debido a esa nostalgia lógica que uno tiene a medida que va creciendo, me vi en la necesidad de volver un día; el pretexto era un partido de fútbol del club donde me formé como persona. El día estaba hermoso y desde la casa de mi abuela empecé a caminar hacia la cancha.

En el camino me iba cruzando con gente que me saludaba como si nunca me hubiera ido y otros que tardaban en darse cuenta de quién era, hasta que por lo bajo alguien les decía «es Dieguito Martin, el hijo de Isidoro y Mabel» y automáticamente obtenía otra vez la credencial de uno más del pueblo.

El partido de social era el evento del día y toda la gente se aglutinaba en la cancha para verlo. Algunos entraban caminando; otros con su auto: lo estacionaban en un costado frente a la cancha, se bajaban y empezaban a charlar con quienes se cruzaban todos los días.

Yo ya era parte de ese movimiento, saludaba a uno, charlaba con otro y de repente, desde un costado de donde estaba parado, escucho un vozarrón que atravesó el espacio que nos separaba. «¡¡¡El Dieguito Marrrrtin!!!» -me dice- y antes de que termine de pronunciar mi nombre empiezo a sonreír, no hacía falta mirar para saber quién era… me doy vuelta en dirección a donde sonaba la voz y lo veo acercarse, venía frotándose las manos y mordiéndose la lengua, su cabeza y cuerpo parecían encorvarse como metiéndole intensidad al gesto, él casi no sonreía, tenía un don característico de su persona que hacía parecer que su sonrisa era siempre una carcajada. Sin decir nada, puse los brazos doblados y codos firmes, similar a un boxeador que se defiende de los golpes de su rival, como recordatorio de cuando éramos chiquitos: él ponía las palmas de sus manos en los codos y nos levantaba a alturas estratosféricas, siempre le tocaba hacerlo con cada uno de los rufianes presentes, los cuales salíamos del acto sonriendo de contentos.

Hacía muchísimos años que no nos veíamos, era una de esas personas que no podés recordar cuándo apareció en tu vida, no porque no tenga valor, sino porque está desde tan temprano que uno ni tenía conciencia cuando lo conoció: era Pichin, el «profe». En los pueblos chiquitos como el mío, sucede que un profesor te da clases en la escuela primaria y luego lo hace también en la secundaria y, según la relación que uno forme con dicho maestro, se puede crear un vínculo tan fuerte que dure toda la vida.

Cuando terminábamos de cursar el jardín de infantes y pasábamos a primer grado, aparecía en la vida de cada chico del pueblo. Debería de tener unos veintipico años, pero nosotros lo veíamos muy adulto, los parámetros a esa edad nos hacen ver como grandes a quienes todavía son solo chicos.

La diferencia que el profe marcaba con el resto de los adultos era que él no iba a trabajar dándonos clases, él iba a jugar con nosotros.

Cuando se formó la escuelita de fútbol él era nuestro entrenador. Muchos de los chicos del pueblo estábamos ahí: algunos no teníamos botines, otros llevaban al entrenamiento la misma remera con la que iban al colegio; pero no importaba, como tampoco importaba la diferencia de edad entre los jugadores para poder armar el equipo… ahí solo íbamos a jugar al «fobal» y nada más. Es imposible no viajar a esa época sin su persona presente: él nos enseñó las posiciones dentro de la cancha. También nos dijo que la manera de ganar era jugando en equipo y divirtiéndonos, tirando todos juntos para el mismo lado. Nosotros lo tomamos como una indicación deportiva, hasta resultadista, pero quizás nos quería decir mucho más que eso. Nos hizo saber que la indumentaria no era importante para ser parte del equipo y que el que contara con ella podía prestarla al compañero de otra categoría. Así fue como nos pasábamos los transpirados botines al finalizar el partido: algunos le ponían algodón en la punta para que el talle se amolde a su pie mucho más pequeño, otros arrugaban los dedos para que entre. Una vez que aprendimos eso, se puso a buscar cómo hacer que todo sea más igual. Un día lo vimos llegar con las pecheras, unas rojas y otras amarillas. Eso nos permitía no tener que usar nuestra ropa sí o sí. Recuerdo la emoción del primer entrenamiento con las pecheras, todos amontonados buscando una y su frase: «no se peleen que hay una para cada uno»… esos detalles que en el momento son simples y con el tiempo aprendemos la importancia que tenían: “una para cada uno”…

Los años iban pasando y nosotros crecíamos, en la escuela y en ese club. A mis 15 años fui uno de los primeros en irse del pueblo, luego me siguieron otros, la edad nos llevó a distintos puertos, pero creo hablar por todos cuando digo que el tiempo, las distancias, obligaciones y trabajos no hicieron que dejemos de llamarlo o sentirlo como el «profe».

Hace unos años, un día como hoy, cae un mensaje a mi teléfono. El mismo solo decía: «Falleció Pichin». No había más que describir, esas simples palabras contenían por completo el sentimiento de todo un pueblo. El gran formador de personas de ese pequeño lugar dejaba «huérfanos» a muchos chicos, a los que en ese momento todavía lo eran y a los que ya habíamos dejado de serlo hace mucho…

Hace un tiempo atrás me llegó una foto, no tenía recuerdos de la misma ni de cuándo se había tomado; debe haber sido la primer foto que se tomó de la escuelita de futbol, es en blanco y negro, estamos todos paraditos siendo niños, algunos mirando para adelante, otros hablando con el de al lado, esos instantes mágicos captados por Alejo que inmortalizaron tantos momentos. Con algunos de los chicos todavía tengo contacto, con otros ya no. Al verla fue inevitable viajar a esa época, al pueblo, a las corridas en la polvorienta cancha de social jugando con esos amigos de la infancia… algunos ya no están pero van a quedar en la eternidad de mis recuerdos. Pero, sobre todo, la foto me recordó a Pichin Moreno, el «profe», verlo ahí paradito con su gorra, orgulloso de esa banda de pibitos a los que enseñaba más que fútbol, nos enseñaba esos detalles con los que toda persona debe contar y que en él estaban tan marcados de forma natural…

Ahora ya no juego al fútbol, pero aplico en la vida esas enseñanzas que me dejó y que son mucho más importantes que saber pararme dentro una cancha. hoy estamos parados en este lugar que lleva su nombre, todos los presentes de alguna manera hemos estado vinculados a su persona y que podamos materializar su recuerdo no solo me emociona, si no que me hace viajar en el tiempo a esas correrías de patios con niños jugando, gritando, esas galerías llenas de vida y fantasías… Si hasta me pareciera verlo hoy acá, vestido de profe de gimnasia, emocionado por sus niños ya adultos que lo abrazan para inmortalizarlo no solo en nuestros corazones como ya estaba, si no también en este hermoso jardin maternal que lleva su nombre. Gracias por tanto profe!

La fotografía a la que hace alusión Diego Martín en su texto.

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